Desde hace tres semanas que empecé mi nuevo trabajo, tengo el agrado de compartir (sin voluntad propia)mis viajes de ida y vuelta con alguien de la empresa.
A las 6:30 a.m. no es la mañana, es la noche, la gente a la noche quiere dormir, y por supuesto quiero lo mismo, con lo cual no es sorprendente mi malhumor matutino.
Siendo la nueva, la que tiene que ganarse el derecho de piso, que tiene que sonreir a la cocinera (porque mi plato
se reduce a la mitad del estándar ¿?), y hacer buena letra, ya me gané un enemigo: un chico del depósito.
¡Qué frío!, ¡qué sueño!, ¿por dónde vivís?, ¿hace mucho que trabajás acá?, y seguidas preguntas y comentarios que
me importaban un bledo.
Esa mañana me olvidé que tenía que caerle bien a la gente, y fui naturalmente yo. Después de esuchar un resumen
de su vida laboral y quejarnos del frío, intentamos hablar de música. Algo que me aburre escuchar de la gente es: "soy muy abierto, escucho de todo". Mi interpretación personal es: escuchás la FM HIT, y creés que Bob Marley está vivo.
Dejé fluir mi rechazo a la cumbia-piola-vago-guachín-amigo, después de contarle mis preferencias musicales. Simplemente porque primero hablo y despúes pienso.
El sueño que tenía no me dejó ver sus yantas, ni su campera inflada de tela rompe-vientos, ni su celular con mp3 sin auriculares. Hubiese sido lo mismo afirmarle a un chico con una remera de The Ramones que Joey era puto.
Como debía ser, nos esperaba el viaje de vuelta juntos. Esperando el colectivo descubro mi atado de cigarrillos vacío. "Un cigarrillo no se le niega a nadie" me enseñó papá. Pero el chico del depósito emitió "Uh que lástima, pero yo no convido cigarrillos".
Calavera no chilla. Ahora me tomo el colectivo 5 minutos antes.