Eso decía la pared de mi dormitorio cuando todavía usaba pañales. Desde ya, no fui una niña prodigio que sabía escribir, me hicieron así.
La libertad que a veces deseamos, es la misma por la que nos quejamos. Porque no siempre la libertad es sinónimo de felicidad. Necesitamos algunos límites, y si otro no se atreve a determinarlos, lo hacemos solos. Pero siempre existen. Un período que desbordó de altibajos –más bajos que altos- donde me reí hasta sentir dolor de panza, y lloré hasta tener los ojos hinchados.
Pasan cosas, y eso hace que mi vida a veces me dé vértigo. Sigo pensando que las cosas suceden porque creemos en ellas.
Este espacio hizo que me ría de mis propias gracias y desgracias, y que algunos se rían de mí. Porque nunca me molestó ser motivo de risa. Me hizo dar cuenta junto con mis amigas gordas, que no resistimos archivo, y que no importa cuantas sean y cuanto duren, sino, que siempre tengamos mariposas que nos motiven. Que nos motiven a enamorarnos, a ponernos una meta, a lograrla, a aceptar que esos objetivos no siempre se alcanzan, y que siempre alguien va a estar dándonos respiración boca a boca para a empezar otra vez.
Porque es mentira que las mariposas viven un día, y porque mi día todavía no terminó, yo sigo creyendo en que hay cosas que son para siempre.
Con la libertad de decir y sentir sin pensar, mi pequeña amiga de seis años tuvo la certeza de escribir esto. Sin duda alguna, esta es la síntesis de lo que fue La Última Mariposa.